lunes, 6 de febrero de 2012

SON OF BABYLON

        Estoy leyendo, con un retraso de más de 10 años desde su publicación, el libro de viajes e historia de Lorenzo Silva “Del Rif al Yebala”, que publicó Destino, tras la impactante novela del autor “El nombre de los nuestros” (relato de nuestras desventuras colonialistas en Marruecos). En este otro, vuelve sobre el mismo terreno y los mismos hechos, pero con la mirada propia, el subjetivismo de un viajero que recorre las tierras calcinadas del Rif, donde la muerte más espantosa se cebó con los soldados de reemplazo españoles, que iban irremediablemente al moridero.
        Es una obra, como todas las suyas, llena de belleza en el lenguaje, depurado y preciso, al tiempo que riguroso en el tratamiento de los hechos que narra, lo que le da doble valor: testimonial y artístico.
        El autor cita reiteradamente la trilogía de Arturo Barea, “La forja de un rebelde”, especialmente su segundo tomo -“La ruta”-, donde tan magistralmente como el joven autor madrileño, el republicano badajocense Barea -que había sido sargento en el “protectorado español”, lo mismo que el abuelo de Lorenzo- nos relata escalofriantes episodios de lucha, hambre, sed, venganzas, corrupciones y desatinos.
No me resisto, por otro lado, a transcribir las palabras que en este libro de viajes a escenarios del horror se cogen prestadas de otro escritor, Miguel Martín, que en su obra “El colonialismo español en Marruecos” pone en boca de los reclutas enviados al infierno: “¿Por qué tenemos que civilizarlos si no quieren ser civilizados? ¿Educarlos a ellos, nosotros? No sabemos leer ni escribir, nuestros pueblos no tienen escuelas, dormimos con la ropa puesta, comemos cebolla y mendrugo de pan, trabajamos de sol a sol, reventamos de hambre y de miseria, el amo nos roba y si nos quejamos la Guardia Civil nos muele a palos. ¿Qué vamos a enseñar a los rifeños, si somos tan miserables como ellos?”.

        Pero sirvieron de carnaza. Murieron a miles, en torpes estrategias de combate planificadas por generales, mandos y oficiales que habían ganado sus ascensos a base de temeridades y bravuconadas, ya que lo que menos valía allí era la piel humana, el cuerpo de los parias, que quedaban reventados  en medio de montañas y duros secarrales.
Y en tanto leía y releía esta terrible historia de nuestros últimos estertores colonialistas, hice un alto para ver la película “Son of Babylon”, de Mohamed Al Daradji -una coproducción de Irak, Reino Unido, Francia, Países Bajos, Emiratos Árabes, Palestina y Egipto, de 2009- que es otra lección, esta vez de colonialismo interior, pero también de inocentes llevados a la muerte en luchas que nada tienen que ver con su vida cotidiana, centrada en el sobrevivir.
        Ahmed, un niño de unos doce años, acompaña a su abuela en un viaje por todo Irak, en busca del padre desaparecido en la guerra que acabó con la dictadura de Sadam Husein cuando a las potencias occidentales comandadas por EE.UU. les vino bien cambiar de servidores.
        La travesía de los desiertos desolados, de los inhóspitos parajes donde todo es “sangre, sudor y lágrimas” (“polvo, sudor y hierro”, del Cid en la estepa castellana), es un viaje hacia el horror: se encuentran en los caminos con otras familias -¡tantas mujeres con sus mantones negros, sus lágrimas y su desolación!- que buscan por las cárceles a sus seres queridos, que rebuscan en las interminables fosas comunes a las que les remiten los encargados de identificaciones y recuentos; no hay en nadie un mal gesto, un deseo de aprovecharse de la desgracia de los otros para medrar, sino al contrario, amable ayuda, colaboración sencilla, consuelo resignado.
        Pero el ambiente hostil de la desolación, el polvo que se masca incluso desde la butaca del espectador, la inmensa tristeza de la madre que no da con el hijo y finalmente en las calaveras que desentierra quiere reconocerlo -para así descansar de su martirio por no tener algo material que identifique su muerte segura-, constituyen el mayor alegato contra este sacrificio de inocentes, a causa de la ambición inconfesable de los que en un momento u otro detentan clara o subrepticiamente el poder.
        Ahmed, el niño, alterna los juegos inocentes de su corta edad con la responsabilidad de cuidar de su abuela, que va perdiendo en la desesperante búsqueda energías y vida. Muere la anciana en el regreso fracasado, dejando lleno de dolor a un niño que en la escena final nos legará una tenue esperanza: toca la flauta de su padre, porque -como él- lo que quiere es ser músico y no soldado al servicio de la crueldad y el desatino.

        Película inolvidable, de recursos mínimos, con muchos planos detenidos en la contemplación de ese terreno hostil, y enfoques certeros de unos rostros resignados a la mala fortuna. Pocos diálogos: los justos para transmitirnos la inquietud, el dolor y los interrogantes que acusan sin decirlo. ¡Ah!, esas fosas, esas fosas comunes aún con tantos cuerpos por desenterrar e identificar. Como en el Rif, con aquellos otros soldados también tan inocentes; como en la Guerra Civil española, que sigue dando tareas de desescombro.
        Y nunca verán los deseados, prometidos, “Jardines colgantes de Babilonia”. La ciudad queda atrás, destruida, cuando regresan tras el fracaso de la búsqueda. Solo resta esperar que el chico haga el milagro de recrearlos algún día en la música encantada de su flauta.

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