miércoles, 28 de octubre de 2015

Del castelo de Almourol a Peniche, pasando por Tomar, Batalha, Alcobaça, Nazaré y Óbidos
BATALHA Y ALCOBAÇA, EL FULGOR CONVENTUAL (II)
Moisés Cayetano Rosado
Si accedemos por la noche a Batalha, nos sorprenderá el fuego de su monasterio al lado mismo de la carretera. Demasiado al lado, por el peligro de la contaminación del tránsito rodado, pero tan tentador que hay que hacer una parada y pasear alrededor del Convento iluminado.
Casi doscientos años tardó en elevarse este esplendor del gótico conmemorativo de la victoria portuguesa en la Batalha de Aljubarrota ante los castellanos: de 1388 a 1580. Por eso, todas las muestras del gótico clásico y flamígero, del manuelino más radiante, están reflejados en sus muros, sus pináculos, contrafuertes, arbotantes, el fastuoso Claustro Real (donde destacan en especial sus ventanales afiligranados, calados como el mejor de los bordados) y el más sobrio de D. Afonso V.
Pero nos sorprenderán especialmente las tres naves de la Iglesia, alzándose la central a 32’46 metros de altura; las vidrieras historiadas y multicolores de las laterales, el transepto y la hermosísima “Capela do Fundador” (mandada construir por D. João I para ser su panteón, a la derecha de la entrada principal), con un total de 66 aberturas, y esas peculiares Capelas Imperfeitas, tras el ábside, ideadas como panteón de D. Duarte, pero que no llegaron a techarse, quedando eternamente interminadas: las obras de los Jerónimos en Lisboa demandaron a los artistas y artesanos que allí trabajaban.
Desde Batalha, 20 kilómetros al suroeste, podemos ir a ese otro increíble convento que, junto a los de Tomar, Batalha y los Jerónimos forma el conjunto de “Mosteiros Portugueses Patrimónios da Humanidade”: el de Alcobaça.
Obra del primer gótico, cisterciense, construido entre 1178 y 1254, es una muestra -especialmente en su interior- de la sobriedad del Cister, al tiempo que de su admirable pureza de líneas, su vertiginosa verticalidad y esbeltos arcos apuntados que parecen elevarse al infinito.
El Claustro de D. Dinis, del siglo XIV, conserva esa sencillez y belleza cisterciense que nos llena de admiración por su pureza. Tiene una segunda planta del siglo XVI, renacentista, que no desdice de la belleza de la planta baja, encajando con armonía.
Quizá lo más visitado del Convento sea, en el transepto, los sepulcros de D. Pedro y y Doña Inés de Castro, por lo que supone su trágica historia; pero ya en sí son todo un acontecimiento artístico: de lo mejor de la escultura tumularia gótica, tanto por las figuras yacentes de los personajes como por los sarcófagos, donde sobresale en especial el Juicio Final, en el de Doña Inés.

Una visita a las cocinas, con gigantesca chimenea, se hace obligada en este monasterio: nos hace recordar a las del Palacio Nacional de Sintra, monumento civil equiparable en su grandeza.

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